La magia. No la de los magos –trabajadores de la ilusión y la fantasía- que cuentan con toda mi simpatía, reconocimiento y agradecimiento por las innumerables horas de entretenimiento y diversión. La magia de las personas, la de la vida, la que habita entre nosotros y fluye y nos impregna a poco que la queramos sentir. ¡Quien pudiera tener un manual de instrucciones para utilizarla siempre que fuese necesario! Pero eso es imposible, no está escrito ese compendio de reglas que nos permitan acceder al conocimiento necesario para usar la fascinación, el hechizo de lo que nos rodea.
Por eso para las meigas sentir la magia de la vida no es ningún problema. Para nosotros, si aprendemos a percibir a través del corazón, tampoco será complicado sentir cómo esa magia nos empapa permitiéndonos ver esperanza y alegría en donde nuestros cinco sentidos solo nos trasladan dolor y sinrazón.
Cómo podríamos encontrar el camino de la serenidad, el de las ganas de continuar, el de la felicidad, ante hechos de indiscutible dureza que van recortando las lindes del sendero de nuestra existencia. Si no fuese por la magia que nuestro corazón es capaz de absorber en esas situaciones complicadas, ¡qué imposible sería el camino! En la enfermedad de un ser querido, en la muerte de un amigo, en la traición impensable, en las guerras genocidas, en las decisiones equivocadas…siempre hay un rincón para la magia. Hasta en la muerte –la propia y la ajena- hay magia, porque la Señora del Silencio no puede existir si previamente no ha existido la vida –con su magia- y cuando hace el camino definitivo con alguien, nos deja aquí lo que ya solo con el corazón podremos guardar, su magia.
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