jueves, 28 de junio de 2007

El relativismo


Aquella mujer sentía un frío punzante en todo su cuerpo. Aterida por el gélido viento que llegaba a su piel, buscaba refugio como podía en el semidesnudo cuerpo de su marido mientras, caminando al ritmo más rápido posible para entrar en calor, cruzaban la calle por el paso de peatones.

Se sentía extraña en su indumentaria, en la de su marido, en la de las personas con las que se cruzaban. Se sentía objeto de múltiples miradas hechas sin la mínima discreción y se daba cuenta de que ella misma miraba al resto de la gente –ella con rubor y vergonzosa discreción- atónita ante lo que veían sus ojos.

Las calles nevadas de aquella ciudad, la gruesa capa de nieve que cubría coches, bancos, aceras y árboles, los niños bien abrigados con sus plumas, bufandas, guantes y gorros de lana que mantenían una divertida e inocente guerra de bolas de nieve al tiempo que otros –más tranquilos- hacían algún muñeco de nieve poniéndole por nariz una zanahoria que, a buen seguro, alguna de sus madres estaría echando de menos delante de la olla en la que preparaba la comida.

Los blancos tejados de las casas de cuyos aleros colgaban infinidad de chupones de hielo, fruto de ese helado viento que llegaba hasta sus entrañas en forma de agudas punzadas. Las cadenas en las ruedas de los coches que, abriendo surcos entre la espesa manta blanca, se atrevían a circular por las calles. Las gentes –las mismas que les miraban con descaro y una media sonrisa entre burlona e inquieta- vestidas con prendas de mucho abrigo, largos abrigos de piel, botas hasta debajo de la rodilla forradas de lana, gorros con orejeras, bufandas enormes e incluso pasamontañas.

Todo aquello era un paisaje ordenado, lógico. Las cosas y las personas estaban como tenían que estar. Eran como se supone que deben ser. Unas eran clara consecuencia de las otras. Tenían sentido. Solamente ellos ponían una nota de desconcierto, hilaridad y barahúnda en aquel equilibrio blanco.

Mientras cruzaban aquel paso de peatones él con chanclas de dedo en los pies, unos pantalones cortos -diez centímetros por encima de la rodilla- de color caqui y una camiseta negra con la manga cortada por la sisa con la leyenda “Visca el Barça” escrita a la espalda, y ella con unas sandalias sin tacón –tres finas tiras de piel partían del lado interno de cada sandalia, junto al dedo gordo, abriéndose en abanico para cruzar al lado exterior y sujetar así el pié- de un rosa suave que hacía juego con el color de las uñas de sus pies, un biquini con motivos de flores blancas, rosas y rojas cubierto en su parte inferior por un pareo liso, del mismo color que las sandalias y una cinta que, en los mismos tonos, le permitía llevar el pelo recogido.

No eran de extrañar ni el frío que sentía, ni las miradas de que eran objeto, ni la confusión que creaban a su paso, ni la sensación que a ella no se le iba de la cabeza de estar haciendo el más absoluto de los ridículos.

Volviéndose hacia su marido le preguntó ¿por qué has metido en la maleta solamente bañadores y camisetas? En diciembre y en Helsinki –le recordó- es la ropa menos indicada. Todo el mundo nos mira y yo estoy muerta de frío.

Todo es relativo –respondió él-. ¿Quién nos asegura que no encontraríamos un sol radiante y una temperatura de 35º a pesar de lo que digan los libros y los meteorólogos? Déjame que voy yo a hablar con el hombre del tiempo de aquí, y ya verás como –con los sólidos argumentos que utilizo siempre en mis disquisiciones- lo convenzo de que cambie esto. Entonces la gente se dará cuenta de que son ellos los que van mal vestidos.

Vale José Luis -dijo ella- ya sé por qué dices que los soldados españoles que has enviado al Líbano cuentan con todos los medios necesarios para su seguridad. Yo me voy para casa y tú quédate si quieres con tu relativismo y con tus argumentos. ¡Ah, y convoca elecciones que yo quiero cambiar esto! Y levantando su helado brazo derecho, Sonsoles paró un taxi y se alejó entre las laderas de nieve que marcaban el borde de la calzada.

Mientras, aquí, en el país que gobierna José Luis, un empresario enfermo de 76 años, al que cientos de sentencias judiciales le reconocen que el Estado tiene una deuda con él de 30 billones de pesetas de las de antes, ha ingresado en prisión para cumplir una condena de tres años a pesar de que los perjudicados por la actuación que lo lleva a la cárcel han pedido al juez que no lo meta en prisión. ¡País!

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