jueves, 13 de marzo de 2008

"César"

Mientras el sol se hundía en el horizonte empujado por el peso de la oscuridad, César miró por última vez aquellos raíles por los que durante todo el día había estado esperando la llegada de su tren. Fue una tarea inútil que solo le proporcionó desasosiego y desesperanza. Su tren, el tren de su vida, el tren soñado y prometido no llegó hoy.

Largas horas sentado en aquel banco en el andén, con la ilusión del niño que espera la hora de salida del colegio para coger el balón en casa e ir a jugar al parque sintiéndose de la misma raza y condición que su ídolo Raúl. Eternas e interminables secuencias de su ilusión pasando por la sometida mente de quien no está dispuesto a renunciar a un sueño porque no sabe que es tal.

Aquella mañana César se había levantado, como tenía por costumbre, cuando los primeros rayos del sol entraron por la ventana de su dormitorio. Estaba más agitado que otros días y eso le impidió tomar todo el desayuno. Bebió el zumo de naranja antes de comer a palo seco una tostada, sin mantequilla, sin aceite, rápida y frugal para que no le ocupase el tiempo ni la atención, porque aquel era para él un día importante, el día más importante de su vida.

Había estado hablando largo y tendido en días pasados con su amigo Pedro sobre las oportunidades que la vida presenta y lo difícil que es aprovecharlas, lo complicado que se torna algo aparente tan sencillo como decidir si algo nos conviene, si es bueno para nosotros y, tomada esa decisión, saber reconocerlo y tomarlo en su debido momento.

Pedro le insistía en la necesidad de no dejar pasar nuestro tren. Piensa –le decía Pedro- que hay trenes que solo pasan una vez en nuestra vida y no se deben dejar escapar. En ese tren va posiblemente el mejor de los futuros, la más feliz de las vidas, la más alegre de las existencias. Quien lo deja escapar deja ir por la vía infinita de desconocido destino su vida. Quien lo deja escapar es un verdadero idiota.

Tras el rápido desayuno, César se dirigió a la calle sin hablarle a nadie de su objetivo. Aquel parecía un día muy especial en el que la luz del maravilloso sol impregnaba de un cálido color dorado la vida. Se dirigió a la estación y allí permaneció, mirando aquellos dos interminables brazos del camino de hierro durante todo el día.

En el Hospital Psiquiátrico de San Mateo aquel fue un día revuelto, complicado y tenso. Nadie sabía a dónde podía haber ido aquel interno. Los que se habían cruzado con él, salvo notarlo algo más excitado de lo habitual, no se habían percatado de nada más. Sabían por uno de los internos que había salido a la calle muy de mañana, pero ignoraban su destino.

Era media tarde cuando Pedro, el celador de la segunda planta, comentó las conversaciones que a diario mantenía con él sobre los trenes de la vida y, en aquel momento cayeron en la cuenta de que podía encontrarse en la vieja estación abandonada situada a pocas manzanas del Psiquiátrico.

En el coche en el que se desplazaron hasta la vieja estación, el director del hospital no perdió ocasión de recriminarle a Pedro la insistencia con la que había hablado a César de la necesidad de no dejar escapar su tren. Debía haber medido más sus conversaciones, especialmente tratándose de un interno con una capacidad intelectual tan reducida. Llegaron a la vieja estación en el justo momento en que César la abandonaba. El director se dirigió a él rogándole que subiese al coche, cosa que César hizo sin objetar.

En el asiento de atrás, sentado a su lado, Pedro no pudo reprimir una mueca de burla mientras le decía -“¿Qué, no ha pasado tu tren?”. Acomodándose en el asiento, César, con una enorme sonrisa dibujada en su rostro le respondió -“Lo acabo de coger en este momento”.

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