miércoles, 13 de febrero de 2008

Hasta siempre, amiga


¡Qué cosas tiene la vida! Sobre todo cuando –como es natural- se mezcla con la muerte. Cuando uno va cumpliendo años y llega a determinada edad, por mucho que sea verdad que la medicina ha conseguido prolongar el tiempo de vida medio de las personas, lo cierto es que empezamos a hacer algo que nos resulta sumamente doloroso. Empezamos a despedir a aquellos que queremos por haber compartido con ellos importantes momentos de nuestra vida.

Hoy hemos dado cristiana sepultura a Carmen, una buena amiga desde la temprana juventud –desde la infancia consciente- que ha sabido llegar a lo largo de su vida personal y profesional a muchos corazones. Por eso hoy, cuando le dábamos el adiós desde esta forma de vida, cuando intentábamos fijar en nuestra memoria la imagen de ella que nunca nos abandonará, hemos podido comprobar cuántos éramos, cuantos somos, los que hemos tenido la dicha de ser tocados por la varita mágica de su humanidad, su alegría y sus ganas de vivir.

Hemos podido recordar y comprobar que somos muchos los conscientes de que no se ha ido –a esperarnos y ayudarnos mientras seguimos caminando por este mundo- una más, una del montón. Se ha ido una de las buenas, una de las personas cuyo vacío solo puede llenar el recuerdo de su paso por nuestras vidas, el recuerdo de lo bien hecho y de lo bien amado. Y hemos podido recordar y comprobar que somos muchos los que nos alegramos de haber conocido a Carmen y entre todos, especialmente, su marido y sus dos hijos.

Ahora para ellos, tras el mazazo y la entereza mostrada en estos momentos tan duros, vendrá casi con absoluta certeza la desolación y el desconsuelo. Para combatirlos, para conseguir con pronta cercanía que el desgarrador dolor dé paso al dulce recuerdo, cuentan con todos los que los queremos –existen invisibles lazos de la infancia que perduran a través de cualquier tiempo y circunstancia porque son tan indisolubles como los sentimientos que los originaron- que somos un batallón y en los momentos de íntima soledad, en los que ninguno de quienes deseamos ayudarlos podamos estar a su lado, tienen el imperecedero recuerdo de una esposa y madre ejemplar que a buen seguro les ayudará a reconfortar el ánimo.

Es cierto que venimos a este mundo para morir y aunque la muerte –como parte íntima e indisoluble de nuestras vidas- nos llega en cualquier momento, muchas veces sin tiempo para darnos cuenta, no es menos cierto que entre nacer a la vida y nacer a la muerte hay un trecho en el que tenemos la oportunidad de hacer cosas valiosas y el mérito –sobre todo cuando la muerte llega temprana como le ha ocurrido a Carmen- está en aprovechar el tiempo para hacer esas cosas valiosas antes de irnos.

Ella las hizo. Como fiel testigo de ello la gran cantidad de amigos de ella –algunos llevábamos cerca de cuatro décadas sin vernos- que hoy la hemos querido acompañar en su último paseo por las calles de nuestro amado Aranjuez. Un paseo en el que los recuerdos se agolpaban en la memoria con un denominador común. La alegría de haber conocido a Carmen.

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