lunes, 18 de febrero de 2008

"Alberto"

Alberto, como cada día, se tiró de la cama al oír su despertador. Eran las 6:30 de la mañana y sabía que si se entretenía no cogería el tren de las 7:30 en la estación de Aranjuez. Tenía el tiempo justo para llegar a las 9:00 a la Facultad de Medicina de la Complutense, en Madrid. La ducha ligera y el frugal desayuno –un café con leche bebido- eran las únicas y rápidas actividades que podía realizar a diario antes de salir a toda prisa de casa.

A pesar de las heladas con que el invierno de Aranjuez sorprende, Alberto había optado desde el principio, desde que empezó a estudiar Medicina dos años antes, por desplazarse hasta la estación de ferrocarril en bicicleta. Era mucho más rápido que hacerlo en los autobuses urbanos y mucho más barato que llevarse el coche. Las prisas que llevaba a diario le impedían llegar a notar las bajas temperaturas en invierno.

Aquel día, si explicación aparente, durante el trayecto hasta Madrid, Alberto fue pensando en los motivos que le habían llevado a estudiar aquella carrera, cuando él en realidad tenía desde siempre muy clara su intención y su capacidad de estudiar Historia.

Jesús Pintado, Ingeniero Industrial, llevaba toda su vida –una larga vida profesional y laboral- trabajando en una importante fábrica en la que había ocupado diferentes puestos –cada vez con mayor responsabilidad, con mayor sueldo, con mayor dedicación- que le habían ido definiendo en los círculos profesionales y laborales en los que se movía, como un verdadero experto en seguridad laboral.

A sus conocimientos profesionales unía una extraordinaria vocación de servicio, un sentido de la responsabilidad extremado que le llevaba continuamente a anteponer horas y esfuerzos dedicados a la “obligación” laboral frente a las “vocaciones” familiares y sociales, a los que sumaba una meticulosidad y minuciosidad en sus quehaceres profesionales extraordinarios.

Como máximo responsable de su empresa a nivel europeo de los temas de seguridad laboral, había conseguido establecer exhaustivos y detallados protocolos de seguridad que repasaba y mejoraba continuamente con sus colaboradores. Las medidas, los materiales, los elementos y lugares de difusión, la obligatoria y completa información a todos y cada uno de los empleados de la empresa, la programada e inamovible realización periódica de simulacros de distintas situaciones de emergencia…

Todo, hasta el último detalle, era analizado y revisado continuamente por Jesús Pintado y su equipo. No en vano los accidentes laborales dentro de las empresas del Grupo habían pasado a ser un mal recuerdo del pasado. Absolutamente todos los elementos y situaciones que podían intervenir en la seguridad de los trabajadores dentro de las empresas del Grupo, habían sido analizados, previstos y prevenidos.

Jesús –que no podía ni quería ocultar la satisfacción que le producía el espléndido resultado de su trabajo- había conseguido instalar una máxima en la empresa: “No corras, está todo estudiado para hacerlo sin correr”. Y en realidad así era. Los tiempos de producción, los tiempos de descanso, los tiempos para los desplazamientos dentro de las fábricas del Grupo y los materiales y equipamientos necesarios para hacer las cosas en su tiempo y sin tener que correr. Él sabía que había conseguido establecer un método de prevención de riesgos laborales infalible. Le había costado toda una vida laboral y –lo que más le dolía- también familiar, pero entendía que el esfuerzo había merecido la pena.

Aquel jueves, cuando su teléfono móvil sonó recibiendo una llamada de uno de sus colaboradores en la fábrica de Aranjuez, Jesús intuyó que algo no iba bien. Atropelladamente su colaborador le contó el desgraciado accidente que un trabajador acababa de sufrir en la fábrica, habiendo perdido la vida al golpear con la cabeza, cuando resbaló por una escalera por la que descendía corriendo. ¿El motivo? Llegar a los aseos rápidamente para aliviar los retortijones que le estaba provocando la diarrea con la que se había levantado aquella mañana.

Jesús apenas recobró el conocimiento unos segundos en los que con la mano de su hijo Alberto entre las suyas, le hizo prometer que estudiaría medicina para combatir la dolencia que a él lo llevaba al otro mundo. No se refería al infarto de corazón del que falleció segundos después en el helicóptero que lo trasladaba al Hospital Doce de Octubre, sino a la diarrea que había destruido toda una vida de trabajo.

Alberto, en el tren camino de Atocha, recordaba esta escena mientras terminaba de leer “El Caballero de la Armadura Oxidada” de Robert Fisher. Levantó la tapa de su móvil y marcó. “Mamá, hoy llegaré algo tarde. Voy a pasarme por la Facultad de Geografía e Historia para ver si aún puedo matricularme y por Medicina para darme de baja” –dijo Alberto Pintado.

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