jueves, 28 de febrero de 2008

El submundo


Cada día estoy más convencido de que los gallegos –honrosas excepciones las hay en todas partes- en nuestros anhelos y necesidades marítimas, vamos siempre ligados al Atlántico. Me lo ratificó –no necesité sus palabras para ello- hace escasos días Moura, mi encantadora amiga Meiga, con quien llevaba una larga temporada sin tener grandes charlas.

Me imagino que intuyó mi viaje –con ese sentido que solo los seres extraordinarios como las Meigas pueden tener- ya que yo no le dije nada, pero lo cierto es que a dos mil kilómetros de nuestra Galicia vital, en pleno Atlántico de luz y color, nos encontramos mirando al mar, como siempre, perdidos en la lectura de las historias de vidas que sus olas, su sal, su música y su frialdad nos traen.

Me contó que ella, cuando la humedad del alma está saturada, suele escapar a aquella extraña y frondosa tierra en donde la calidad del clima acompaña e inspira las espléndidas curvas y los generosos escotes de sus bellas mujeres. Y aunque no sea ese el motivo que puede llevar allí a Moura, no es menos cierto que es motivo más que suficiente para seguir las corrientes del Atlántico que se dirigen hacia allí.

Otros, lamentablemente, llegan a aquellas tierras desde el sur y desde el este por medios muchas veces mortales y en busca de la libertad para poder vivir. Llegan en cayucos, en esas embarcaciones de nombre hasta hace poco desconocido en nuestro país, que ahora por insistencia en la repetición, por obligación sobrevenida, todos conocemos. Llegan sin más equipaje que la desesperación y la esperanza -juntas ambas en un revoltijo de difícil encauzamiento en muchos casos- dispuestos a vivir hasta donde la vida –o la muerte- les permitan.

¿Por qué os contaba yo esto? ¡Ah, sí! Os estaba hablando amigos blogueros, de mi encuentro con Moura y de los distintos motivos que a ella y a mí nos pueden llevar a coincidir en el espacio y en el tiempo, tan lejos de Galicia aunque sintiéndonos tan cerca de ella. Allí, en donde los inmigrantes salen del Atlántico para contarte sus vidas, sin esperar a que sea el océano quien las narre, es en donde mejor se aprecia la razón de quienes –como es el caso de Rajoy- desde la sensatez y la razón entienden que la inmigración debe estar perfectamente controlada y regulada.

Cuando quien a riesgo cierto de su vida embarca en busca de la libertad y la vida, con la esperanza puesta en un futuro más digno, más vivible y más humano, se encuentra al poco tiempo en la miseria de la frustración y el desencanto, sin más libertad que la de la velocidad de sus piernas para escapar de la vigilancia policial y la necesidad de comer a costa de lo que sea, de lo que cueste, es que las cosas no se están haciendo adecuadamente. Y si a eso añadimos el hecho de que ocurre en miles y miles de casos, en miles y miles de personas, es que las cosas se están haciendo rematadamente mal.

Es verdad que el Atlántico sigue vivo pese a ello. Es cierto que Moura y yo podemos hablar de asuntos menos comprometidos, menos arriesgados –ya sabemos que si no dices lo mismo que el poder establecido, el de Zapatero, te descalifican, te desacreditan- pero también es cierto que al lado de la vida del profundo océano, entre el sol permanente y el azul salado, al lado de las espléndidas curvas y los generosos escotes, moviéndose por las mil calles que llegan al mar, existe un submundo que nos afecta a todos.

Entiendo que la responsabilidad está en ponerlo de manifiesto y en regularlo. Aunque los que dan carnés de demócratas me llamen xenófobo.

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