viernes, 28 de diciembre de 2007

El recuerdo


El magnicidio perpetrado en Pakistán en el día de ayer, el bárbaro asesinato de Benazir Bhutto, líder de la oposición y candidata a la presidencia de su país, no deja de ser –con la gran carga de tragedia y dolor que conlleva- una nueva muestra del poco valor que la vida de las personas tiene en muchos puntos de nuestro planeta. Junto con la ex primera ministra Bhutto, en el mismo atentado, fallecieron 28 personas más y a causa de los disturbios originados tras el mismo perdieron la vida otras 14. Estos cuarenta y dos, anónimos, es decir, como si no existiesen previamente, como si no importasen más que la cifra que completan. Ese es el valor de sus vidas. ¿O no?

Nos horrorizan las imágenes que llegan desde Pakistán, la macabra mano de los terroristas, la sensación de desplome de un país con posibilidades de futuro, la sensación escalofriante de tener delante un polvorín a punto de estallar, la visión siempre dolorosa de la sangre derramada, de las heridas abiertas, de las miradas perdidas, de la impotencia manifiesta. Nos ¿tranquilizamos? pensando que están lejos, que son otras culturas, otras formas de entender la vida –o la falta de ella- y otros los motivos por los que luchar y vivir –o morir-, nos resultan atroces y sobrecogedoras pero lejanas esas imágenes.

Nos centramos –es lógico por la importancia del mismo- en el magnicidio, en la trascendencia internacional de un asesinato que puede comprometer la delicada estabilidad de la zona, del que como elemento positivo –la vida y la muerte siempre invadiéndose una a la otra, siempre reinventando sus espacios- podemos extraer la firme y prácticamente unánime condena que del atentado han hecho la mayoría de líderes mundiales. La dimensión de la persona asesinada –por eso se llama magnicidio, igual que hay que llamar magnicidio al asesinato de Miguel Angel Blanco por parte de ETA- nos lleva a relegar a un tercer plano al resto de las personas fallecidas en el atentado.

Sin embargo cuando nos detenemos a recapacitar un instante sobre la noticia en su conjunto y sobre las imágenes que estamos recibiendo, caemos en la cuenta de que junto con el magnicidio de Benazir Bhutto está el cruel asesinato de 28 personas –ayer, antes fueron más y antes otras más…- que no aparecerán en los libros de historia –desde luego no sus nombres, ni sus inquietudes, ni sus problemas, ni sus amores, ni sus proyectos, ni nada de nada- sino que habrán sido únicamente un número, un rostro ensangrentado, una imagen desgarradora pero pasajera, tan pasajera como todas las imágenes que nos llegan desde el dolor ajeno por la televisión o la pantalla del ordenador.

Pero entonces recordamos que en España, en nuestro país, también hemos visto imágenes similares en demasiadas ocasiones. También hemos conocido del dolor y el horror ajenos, también hemos visto esos rostros ensangrentados, esos cuerpos mutilados, esas miradas perdidas. Pero hay una gran diferencia además de la cercanía. A ellos sí los conocemos, conocemos sus nombres, sus edades, sus ilusiones truncadas, sus ganas de vivir deshechas, sus amores e incluso el nombre de sus seres queridos. A las víctimas de los atentados terroristas cometidos en España, sí las conocemos y las recordamos. Y no es por nuestra buena memoria, sino por el empeño que las Asociaciones de Víctimas del Terrorismo están poniendo –remando contra viento y marea en muchísimas ocasiones- en recordarnos a todos la necesidad de mantenerlos vivos en nuestra memoria.

Es así como el magnicidio de Benazir Bhutto me lleva en el pensamiento a agradecer y reconocer una vez más la gran deuda que nuestro país sigue teniendo con las víctimas del terrorismo y el inestimable trabajo que asociaciones como la AVT vienen haciendo para que nunca sean una fría y anónima cifra.

¿Es que ni en Navidades paras?, me dice Moura. Y ella misma sabe la respuesta. Me gusta la Navidad. Creo en las posibilidades que su espíritu –aunque pueda ser ficticio o virtual- nos ofrece cada año. En el impulso que generan estas fiestas para estrechar aquella mano, decir aquella palabra amable, enviar aquel mensaje o dar aquel beso que estábamos demorando más de la cuenta. Creo en el derecho que tenemos todos en este mundo a querer y a sentirnos queridos, a expresar nuestro afecto y a que nos lo expresen. Y creo firmemente que las víctimas del terrorismo también tenían derecho a ello, y que estas son unas fechas muy adecuadas para recordarlos.

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