miércoles, 16 de enero de 2008

"Eduardo"

El funcionario que atendía la ventanilla en donde se presentaban las solicitudes de adopción miraba a aquella mujer como si estuviese loca. Sus pretensiones no eran desde luego las de una persona en sus cabales.

Isabel era una joven enfermera de 32 años. Estaba casada con Jaime, un informático de 34 años que trabaja en la delegación provincial de Sevilla de una importante multinacional. Cuando Isabel le planteó aquel lejano mes de marzo del 2003 su intención de viajar a Colombia como cooperante de una ONG, Jaime entendió sin dudar la necesidad que llevaba a su joven mujer a entregar sus conocimientos y sus ganas de trabajar a gentes menos favorecidas por la fortuna que ellos. Al fin y al cabo, estaba hablando de una experiencia que no les tendría separados más de un año según los planes que Isabel le había contado.

En septiembre del 2003 Isabel tomó contacto con la selva colombiana y pronto comprendió la intensidad del conflicto que se estaba viviendo en aquellas tierras. La selva, arrebatada a los indígenas y ocupada por plantadores de coca, guerrilleros, paramilitares y el ejército, no le defraudó en la medida en que de forma casi inmediata pudo tomar contacto con las tribus a las que había venido a ayudar como enfermera.

Eduardo tenía 7 años cuando Isabel lo conoció. Le llamó la atención su soledad, la tristeza con la que deambulaba por el poblado, la falta de energía, su pasividad. Cuando conoció de la enfermedad congénita que afectaba al corazón del niño, Isabel entendió su lentitud, su pesadumbre. Eduardo se convirtió en su life motive. Conseguir traer a España a Eduardo para que fuera sometido a una operación que permitiese a su corazón funcionar como el de cualquier niño se tornó una obsesión para la enfermera sevillana.

Utilizó todos sus contactos, los de su marido, los de cualquiera que se puso a su alcance hasta conseguir que Eduardo fuese trasladado a Madrid. Allí, las pruebas necesarias, las largas horas de espera hasta la operación, las interminables vigilias tras el quirófano y los alegres días en los que Eduardo recuperaba su vida –la que nunca había tenido- su fuerza y sus ganas de sonreir. Y pronto, a finales de septiembre del 2004, la separación necesaria para que Eduardo volviese a su país, a vivir su destino.

Fueron días –los posteriores a la marcha de Eduardo- de tristeza y desasosiego para Isabel. Jaime veía con desesperación cómo su joven y luchadora esposa se hundía, desaparecía de la vida. Entonces le propuso a Isabel la adopción de Eduardo. La luz surgió alrededor de Isabel, llenándolo todo de energía y fuerza. Dedicaron –dedicó ella con el ímpetu de un tornado- las semanas a resolver las dudas jurídicas que se les fueron planteando, los problemas administrativos. Entonces Isabel viajó de nuevo a la selva, a localizar a Eduardo, cuando habían trascurrido tres eternos años desde su partida de España.

De nuevo en la selva el conflicto, la fuerza de las armas, la violencia, la seguridad de la muerte temprana. Isabel giró con el Jeep sorteando un frondoso árbol cuando el tableteo de un subfusil le hizo detener bruscamente el vehículo. Delante de ella seis guerrilleros armados con metralletas y pistolas, ocultos por sus pasamontañas la obligaron a bajar del coche a empujones. Mientras uno de ellos arrancaba y se llevaba el todoterreno, el que parecía llevar la voz cantante ordenó a uno de ellos menudo como un chaval: - ejecútala, no nos sirve para nada. Se alejaron e Isabel comprobó cómo el diminuto guerrillero se acercó a ella y le puso el cañón del AK-47 en la sien. Tras un par de segundos interminables, el guerrillero retiró el arma y le indicó a Isabel que se fuese deprisa.

Mientras corría aturdida por la selva oyó detrás de ella el seco estruendo de un disparo. Instintivamente giró sobre sus pasos hacia el sitio de donde vino la detonación y comprobó horrorizada que el guerrillero encargado de su ejecución yacía en el suelo mientras un enorme charco de sangre crecía alrededor de su cabeza aún embutida en el pasamontañas. Al quitárselo el mundo se hizo negro, sin luz. Reconoció en la sonrisa de aquel herido de muerte al niño Eduardo.

El funcionario de la ventanilla de adopciones, en Sevilla, no comprendía a aquella mujer que día a día, desde hacía ya dos años se empeñaba en tramitar una solicitud de adopción del niño colombiano cuyo parte de defunción llevaba en la mano.

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