Cuando el médico les dio la noticia no podían creérselo, no querían entenderlo. El hijo que Aurora llevaba en el vientre, ese niño que tanto habían deseado tenía problemas, problemas muy serios que condicionarían tanto la vida de ellos como la de la criatura. El mundo se hizo diminuto de golpe, no había aire suficiente para poder respirar. Aurora y Juan, su marido, sintieron que un ser superior había decidido purgar en la existencia de ellos los errores y maldades cometidos por otros.
Habían dedicado los primeros años de sus carreras profesionales para afianzarse en un mundo en el que llegar a destacar era una empresa realmente dificultosa. El mercado laboral ofrecía muy pocas oportunidades y no era cuestión de entretenerse en asuntos familiares. Tuvieron siempre claro que lo primero era conseguir la estabilidad laboral y económica y que los hijos podrían venir después. Esto les llevó a la treintena bien cumplida, aunque lo consiguieron. Aurora y Juan, arquitectos ambos, habían conseguido crear su propio estudio y gozaban en este momento de un reconocido prestigio en los ambientes profesionales, que les permitía contar con una cartera de trabajos bastante constante independientemente incluso de los avatares que el sector inmobiliario pudiese padecer.
Aquel hijo que Aurora llevaba en sus entrañas era no solo el fruto querido de una relación amorosa que iba viento en popa, sino que era el siguiente escalón de sus vidas. Un escalón deseado y planificado, un escalón que les había de unir más profundamente. Por eso, Aurora –una vez consiguieron recuperar la respiración y la capacidad de comunicación- no entendió cómo Juan se manifestó su deseo de interrumpir aquel embarazo. No lo entendía y no estaba dispuesta a ello. El hecho de que el hijo que esperaban tuviese el Síndrome de Down podría suponerles –les supondría con total seguridad- drásticos cambios en sus planes de vida pero era indudablemente un nuevo escalón que podría unirlos aún más de lo que estaban. Era el escalón de una nueva vida en sus vidas, una vida de sus vidas.
No pudo, no consiguió, convencer a Juan de lo importante que para ella era parir y criar a aquel niño, y cuando Juan la puso en la tesitura de escoger entre continuar con el embarazo o continuar con él, Aurora no pudo, no consiguió –quizás no quiso- convencerlo de que cambiase su planteamiento.
Criar y educar a Luis se convirtió en una experiencia única de amor, entrega, abnegación, lucha, sacrificio y felicidad, una inmensa y constante felicidad que aportaba Luis con su cariñoso espíritu de superación y sus interminables gestos de agradecimiento y cariño hacia Aurora, hacia su madre. Cada pequeño avance era un mundo de alegría y satisfacción para ambos que les hacía olvidar inmediatamente el esfuerzo realizado y les ponía –igual que se ponen las pilas- en movimiento para alcanzar nuevas metas.
Por eso no extrañó a familiares, amigos o vecinos que Luis, con 14 años fuese capaz de leer frases sencillas, entendiendo el significado de lo que leía y que fuese igualmente capaz de manejar el móvil para hacer y recibir llamadas. Por eso a nadie extrañó que, cuando aquella mañana Luis camino del colegio encontró a un hombre inconsciente en la acera, fuese capaz de llamar con su móvil al 112 para decir que aquel hombre parecía que estaba enfermo.
Por eso a nadie extrañó que cuando Juan se sobreponía en la UCI de Coronarias del hospital del infarto que había sufrido en mitad de una acera, no le dijesen el nombre de la persona que lo encontró y avisó a emergencias.
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