viernes, 5 de diciembre de 2008

El rarito


Cuando aquel niño nació sus padres ya le notaron algo raro. Era como un mueble, un pasmarote, una cosa con ojos. Tanto es así que le dieron nombre de mueble, mejor dicho de elemento decorativo.

Los niños del cole -¡qué crueles llegan a ser desde su inocencia!- debieron determinar en buena medida su futuro y a buen seguro fue fruto de bastantes mofas y más de un capón de los que dejan el cerebro tintineando como el badajo de una campana, lo que si bien en algunos deja como secuelas una cabeza apepinada en él indudablemente contribuyó a formarle una personalidad insípida, de esas que no dejan huella más allá de la lástima que suelen inspirar a quienes han de convivir con él.

Su acomplejada e inconsistente persona fue arrastrándose a lo largo de la empinada pendiente hacia arriba que le supuso su adolescencia y su posterior paso por la universidad en donde consiguió –no es que no fuese inteligente, es que era anodino como él solo- lo que él consideraba como herramienta suficiente para convertirse en líder. Su título universitario.

Lamentablemente, el título solo le granjeó el acercamiento de una mujer con la que formó matrimonio –muy presidido por ratios fiscales y económicas- y de la que se separó -aunque más bien fue ella la que le dejó compuesto y en chanclas- unos años después.

Cuando tras años de ir de aquí para allá pasando manos por hombros, riendo gracias imposibles, intentando trepar en política, babeando en despachos envidiados unos y sórdidos otros, consiguió un cargo con mando en plaza, se creyó a sí mismo que podía ser mona vestida de seda sin que se notara, pero tras varios años de existir como si no fuese, como si no estuviese, como si realmente fuese un mueble o un elemento decorativo como su propio nombre, decidió devolver los capones del cole, los complejos, el abandono de su mujer, incluso el nombre con el que sus padres le recordaron cada día su insustancial presencia y abandonó la pretensión de ser líder y se convirtió –usando con saña su mando en plaza, como si de un obsesivo relojero se tratase- en un dictadorzuelo. Como diría el decrépito Pedro Castro, se convirtió en un tonto de los cojones.

Ya sabéis amigos blogueros, mis pies colgando en el borde de las teclas me llevan a veces a imaginar ¿fábulas?.

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