martes, 21 de agosto de 2007

Los titiriteros


¡Xa veñen! ¡Meu pai, os titiriteros xa veñen! El niño anunciaba así, entre alborozado y temeroso, la llegada a la aldea de los carromatos de los titiriteros. Como cada verano, en los días de la fiesta que honraba al santo patrón, aquella larga docena de gitanos de edades variadas asomaba a los límites de la aldea a través del camino que unía las primeras casas de piedra de ésta con el cercano bosque de pinos y helechos.

Se acercaban haciéndose oír y sentir. Dejando que las notas alegres y charangueras arrancadas a sus panderetas y bandurrias les precediesen como preludio de la alegría y la magia que su presencia despertaba en los niños y no tan niños de la aldea. Sabían –conocimiento trasmitido a través de los genes, sin necesidad de la palabra- que debían ganar en la ilusión previa a su actuación lo que tras lo repetitivo y pobre de su espectáculo perderían. Las expectativas despertadas, las esperanzas almacenadas en las ilusas mentes de los chavales, eran sin lugar a dudas los mejores canales para conseguir llenar sus alcancías.

De ahí su esfuerzo inicial. Eran dos carros, cada uno tirado por un caballo, conducido uno por el que aparentaba ser el abuelo de aquella trupe y el otro por una niña de no más de 12 años que dejaba atisbar en la negrura de sus grandes ojos la esquiva infancia que su condición de titiritera le deparaba.

En aquellos ojos el niño de la aldea veía mil imaginarias aventuras vividas por su dueña a través de su ambulante vida. Sin embargo la propietaria de esos brillantes luceros no pensaba en lo vivido, sino en el deseo que continuamente la embargaba de poder vivir siempre en la misma aldea, sin vagar, sin embaucar, sin huir.

Eran los titiriteros un grupo compacto, organizado, jerarquizado. Cada uno tenía su papel que cumplir en la pequeña comunidad y cada uno tenía su parte de responsabilidad en el espectáculo que ofrecían. Tenían de todo, aunque en realidad no tenían de nada. Sus viejos instrumentos musicales, los trajes, los perros, la cabra. Los bolos y las pelotas para los malabares. Los caballos y los carros. Todo parecía que formaba parte de ellos mismos. Lo usaban igual que usaban sus manos o sus piernas, con la misma destreza, con la misma facilidad.

Todo servía –y mucho- formando parte de aquella tropa. Nada servía –absolutamente nada- ni individualmente ni alejada de la mesnada.

Su estancia era corta, muy corta. No empleaban más de dos días en cada aldea. Era hasta cierto punto lógico. El primero para aposentarse, descansar e ilusionar al respetable con el maravilloso espectáculo que anunciaban, al tiempo que aprovechaban para la venta de artículos traídos de lejanas tierras. El segundo para actuar –entre la general desilusión de niños y mayores- y salir por pies, sin prisa pero sin pausa, tras haber recogido el fruto económico de su trabajo.

Así me contaba mi amigo Juan hace pocos días los recuerdos –mi amigo Juan, hombre sensato y ponderado, buena persona, tiene infinidad de recuerdos que me va dosificando cada vez que nos vemos-que el tiene de los titiriteros. Surgió el recuerdo de los titiriteros -me imagino que de forma totalmente involuntaria- cuando hablábamos con un grupo de amigos, en torno a unas refrescantes copas de albariño, sobre lo que Zapatero está haciendo con España.

Llegamos a la conclusión de que, en definitiva, esa es la actuación que está llevando a cabo nuestro presidente con este país. Llegaron con cantos de sirena, dulzainas, panderetas y bandurrias, nos vendieron la moto, hicieron el número de la cabra y tendrán que salir, sin prisa pero sin pausa en marzo de 2008, dada la general desilusión que nos han producido.

Sin embargo, la Ministra de Fomento y el Director General de Carreteras deberían irse ya, sin esperar a los del carro.

Quien no ha salido por pies, sino entre los aplausos del respetable, ha sido mi amigo José Luis Lindo, Cronista Oficial del Real Sitio y Villa de Aranjuez, tras la conferencia que impartió sobre las Maderadas en el Centro Cultural "Diego Jesús Jiménez" de Priego. ¡Así se hace José Luis!

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