Lo vi no hace mucho, cuando aún nuestros biorritmos no se habían desencajado por el cambio horario que nos permitirá ahorrar un 5% de energía eléctrica en los próximos meses. Por no mencionar el ahorro en comida, ropa, vacaciones, etc. con lo que nos van a acortar la vida -¿habrán medido eso?- por estos continuos cambios en el reloj.
Aunque lo repitan todos los años dos veces, marzo y octubre, no nos acostumbraremos y por lo tanto nos alterarán en nuestras capacidades físicas e intelectuales dos veces todos los años. Eso no hay cuerpo que lo aguante. Ya sé que me dirán que hay personas a las que no se les nota absolutamente nada cuando nos cambian la hora, pero seremos muy libres de pensar que poco o nada se podía reducir en su capacidad intelectual. È così.
Era una noche fresca y ciertamente oscura. Había llovido prácticamente durante todo el día y las nubes, que presagiaban un nuevo día también pasado por agua, cubrían el cielo ocultando la poca luz que el cuarto menguante de la luna intentaba hacer llegar a nuestras calles. Me imagino que no era el día más apetecible para pasear por nuestra ciudad a esas horas de la noche porque amén de la climatología adversa, el día siguiente era laborable y, por eso, apenas me cruce con alguien. Yo había decidido que estaba acumulando más grasa de la que mi corazón está dispuesto a aceptar y salí a caminar durante algo más de una hora pertrechado con mis zapatillas de deportes (más bien de caminar, ya que es el único uso que les doy últimamente) y un chambergo que me protegiese de la humedad y el frío.
Seguro que a todos nos ha ocurrido en alguna ocasión ir caminando solos de noche y sentir de pronto, instintivamente, la necesidad de mirar hacia atrás por tener la impresión de que alguien está detrás de nosotros y, aliviados, no ver a nadie. ¿Nos ha ocurrido verdad? (seguramente se trata de nuestra sombra, más oculta cuanta menos luz hay, pero siempre pegada a nosotros). Pero no es eso lo que yo sentí. Un fuerte olor a cera quemada impregnó el ambiente al tiempo que una ráfaga de viento del noroeste llegó hasta mi cara y una claridad inusual y blanquecina empezó a moverse entre los árboles.
Intuyendo lo que se me venía encima intenté recordar entre el desasosiego y la sinrazón. ¿Ajos, castañas pilongas, acaso una bala de plata?, no, no. ¿San Silvestre? no, tampoco…. ¿cómo es?, ¿qué es lo que tengo que hacer? ¡Están muy cerca! ¡No tengo tiempo!...¡El círculo!, eso es. Sin pensármelo dos veces me tiré a suelo y con los dedos de la mano derecha hice un círculo en la tierra (aún no he conseguido limpiar el barro que se incrustó entre mis uñas) y me metí dentro pegando la cara al suelo.
El olor a cera parecía abotargar mis sentidos y mi voluntad, y durante eternos segundos tuve la cara tan pegada a la tierra que creo que no era aire, sino barro lo que entraba en mis pulmones. Noté cómo una invisible presencia me rozaba la nuca, cómo la claridad iba pasando a mi lado, cómo un murmullo inhumano se alejaba poco a poco de mi cuerpo y de pronto solo oí los latidos de mi corazón. ¡Funciona! –pensé. Si late es que funciona y si funciona es que estoy vivo.
Como pude fui recobrando la respiración, y con ella el sosiego y las fuerzas para levantar la cara del barro. Cuando por fin icé la vista, clavado aún de rodillas en mi círculo protector, comprobé que estaba solo, completamente solo. Ni rastro de luces, ni de murmullos, ni de la ligerísima brisa. El intenso olor a cera quemada había desaparecido y en su lugar un aroma que no conseguí identificar.
Permanecí aún durante unos instantes de pié dentro del círculo que había sido para mí como un escudo protector, igual que esos que estamos acostumbrados a ver en las películas de guerras intergalácticas, en las que la nave del bueno consigue llegar siempre a su destino gracias a que los encargados de los efectos especiales de la película le ponen siempre mejores instrumentos que a los malos. Cuando recuperé el control de mis piernas y brazos comencé a caminar de nuevo hacia mi casa, ya sin ninguna intención de hacer ejercicio y con la mente en blanco, sin capacidad para reflexionar sobre lo que me había ocurrido.
Llegué a cruzarme con un coche de la policía (eran locales, pues en la chapa llevaban pintado el distintivo de la Bescam) y tentado estuve a levantar la mano para que me viesen y contarles lo ocurrido, pero en el momento que mi brazo empezaba a separarse del cuerpo para levantar la mano, el sentido común me lo dejó paralizado impidiéndome cometer tamaño disparate. ¿Contarles qué? ¿Que había hecho un círculo en el suelo y me había tirado de cabeza a él porque olía a cera quemada y había notado algo de viento? ¿Estás zumbado Jose o qué te pasa? –me dije-. Durante ocho años, como Alcalde, he sido por razones del cargo su máximo responsable, tengo un excepcional recuerdo de todos ellos y creo sinceramente que gozo de su consideración. No tenía derecho a que se viesen obligados por mi relato a escribir un parte de incidencias que no sabrían por donde empezar, ni a que me tuviesen que someter -por mucho que yo fuese caminando- a la prueba del alcoholímetro, que era lo menos que me hubiesen tenido que hacer.
Sin dar más vueltas al asunto llegué a casa y con un lacónico –me voy a dormir, evité la tentación de contar a los míos lo que sin duda les hubiese llevado a llamar a la policía, poniéndome de nuevo en la situación rechazada anteriormente. Dormí como un niño. No recuerdo haber soñado esa noche, aunque una imagen ha rondado mi cabeza de manera persistente durante varios días. Dos filas de siluetas blanquecinas, como inmateriales. Cada una de ellas portaba una luz oscilante. Y delante, en el centro, llevando una cruz de madera y un caldero… ¿de quién era esa cara? La conozco, pero no consigo ponerle nombre. Y el olor, de nuevo ese olor…
Era una noche fresca y ciertamente oscura. Había llovido prácticamente durante todo el día y las nubes, que presagiaban un nuevo día también pasado por agua, cubrían el cielo ocultando la poca luz que el cuarto menguante de la luna intentaba hacer llegar a nuestras calles. Me imagino que no era el día más apetecible para pasear por nuestra ciudad a esas horas de la noche porque amén de la climatología adversa, el día siguiente era laborable y, por eso, apenas me cruce con alguien. Yo había decidido que estaba acumulando más grasa de la que mi corazón está dispuesto a aceptar y salí a caminar durante algo más de una hora pertrechado con mis zapatillas de deportes (más bien de caminar, ya que es el único uso que les doy últimamente) y un chambergo que me protegiese de la humedad y el frío.
Seguro que a todos nos ha ocurrido en alguna ocasión ir caminando solos de noche y sentir de pronto, instintivamente, la necesidad de mirar hacia atrás por tener la impresión de que alguien está detrás de nosotros y, aliviados, no ver a nadie. ¿Nos ha ocurrido verdad? (seguramente se trata de nuestra sombra, más oculta cuanta menos luz hay, pero siempre pegada a nosotros). Pero no es eso lo que yo sentí. Un fuerte olor a cera quemada impregnó el ambiente al tiempo que una ráfaga de viento del noroeste llegó hasta mi cara y una claridad inusual y blanquecina empezó a moverse entre los árboles.
Intuyendo lo que se me venía encima intenté recordar entre el desasosiego y la sinrazón. ¿Ajos, castañas pilongas, acaso una bala de plata?, no, no. ¿San Silvestre? no, tampoco…. ¿cómo es?, ¿qué es lo que tengo que hacer? ¡Están muy cerca! ¡No tengo tiempo!...¡El círculo!, eso es. Sin pensármelo dos veces me tiré a suelo y con los dedos de la mano derecha hice un círculo en la tierra (aún no he conseguido limpiar el barro que se incrustó entre mis uñas) y me metí dentro pegando la cara al suelo.
El olor a cera parecía abotargar mis sentidos y mi voluntad, y durante eternos segundos tuve la cara tan pegada a la tierra que creo que no era aire, sino barro lo que entraba en mis pulmones. Noté cómo una invisible presencia me rozaba la nuca, cómo la claridad iba pasando a mi lado, cómo un murmullo inhumano se alejaba poco a poco de mi cuerpo y de pronto solo oí los latidos de mi corazón. ¡Funciona! –pensé. Si late es que funciona y si funciona es que estoy vivo.
Como pude fui recobrando la respiración, y con ella el sosiego y las fuerzas para levantar la cara del barro. Cuando por fin icé la vista, clavado aún de rodillas en mi círculo protector, comprobé que estaba solo, completamente solo. Ni rastro de luces, ni de murmullos, ni de la ligerísima brisa. El intenso olor a cera quemada había desaparecido y en su lugar un aroma que no conseguí identificar.
Permanecí aún durante unos instantes de pié dentro del círculo que había sido para mí como un escudo protector, igual que esos que estamos acostumbrados a ver en las películas de guerras intergalácticas, en las que la nave del bueno consigue llegar siempre a su destino gracias a que los encargados de los efectos especiales de la película le ponen siempre mejores instrumentos que a los malos. Cuando recuperé el control de mis piernas y brazos comencé a caminar de nuevo hacia mi casa, ya sin ninguna intención de hacer ejercicio y con la mente en blanco, sin capacidad para reflexionar sobre lo que me había ocurrido.
Llegué a cruzarme con un coche de la policía (eran locales, pues en la chapa llevaban pintado el distintivo de la Bescam) y tentado estuve a levantar la mano para que me viesen y contarles lo ocurrido, pero en el momento que mi brazo empezaba a separarse del cuerpo para levantar la mano, el sentido común me lo dejó paralizado impidiéndome cometer tamaño disparate. ¿Contarles qué? ¿Que había hecho un círculo en el suelo y me había tirado de cabeza a él porque olía a cera quemada y había notado algo de viento? ¿Estás zumbado Jose o qué te pasa? –me dije-. Durante ocho años, como Alcalde, he sido por razones del cargo su máximo responsable, tengo un excepcional recuerdo de todos ellos y creo sinceramente que gozo de su consideración. No tenía derecho a que se viesen obligados por mi relato a escribir un parte de incidencias que no sabrían por donde empezar, ni a que me tuviesen que someter -por mucho que yo fuese caminando- a la prueba del alcoholímetro, que era lo menos que me hubiesen tenido que hacer.
Sin dar más vueltas al asunto llegué a casa y con un lacónico –me voy a dormir, evité la tentación de contar a los míos lo que sin duda les hubiese llevado a llamar a la policía, poniéndome de nuevo en la situación rechazada anteriormente. Dormí como un niño. No recuerdo haber soñado esa noche, aunque una imagen ha rondado mi cabeza de manera persistente durante varios días. Dos filas de siluetas blanquecinas, como inmateriales. Cada una de ellas portaba una luz oscilante. Y delante, en el centro, llevando una cruz de madera y un caldero… ¿de quién era esa cara? La conozco, pero no consigo ponerle nombre. Y el olor, de nuevo ese olor…
2 comentarios:
Entiendo y creo en tus "percepciones" Aranjuez esta lleno de rincones con grandes historias... de todos los tipos..
estoy segura que a poquito que queramos oir.. oimos...
me parece que algo quieren contarte...
Adela
En Aranjuez, se han vivido tantas historias..y con tantos personajes diferentes... que no me extraña que percibas "sensaciones" que tocan tu piel y "acarician" tus pasos...
seguire muy directamente tus notas.
Adela
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