martes, 1 de diciembre de 2009

Casposos exhibicionistas


Se veía venir desde hace tiempo, pero tengo la sensación de que las más de las veces preferimos dejarnos llevar sin utilizar los recursos –nuestra voz es uno de los más importantes- de que disponemos para denunciar que el camino se está torciendo, que esto no es lo que tenía que ser. Nos dejamos convertir –por vagancia y comodidad la mayoría de las veces- en masa. Masa utilizable, masa manipulable, masa silente y consentidora que se conforma con la cercanía de la injusticia. Masa que escurre su conciencia por el grasiento laberinto del anonimato, escapando entre la colectividad de un deber inexcusable y sagrado, el deber de la denuncia de la injusticia aunque no nos afecte en primera persona.

Diréis amigos blogueros que ¡vaya filípica! os he largado para animaros el día, pero incluidme a mí entre los receptores del mensaje, porque no me puedo sentir ajeno ni excluido de esa pertenencia a la masa. Nos da pereza, o miedo, o vergüenza o vaya usted a saber qué extraño sentimiento llamar a las cosas por su nombre. Me imagino que el temor instaurado por una parte del rojerío progre ante la denuncia de cualquier hecho que esté al margen de lo políticamente correcto influye –aunque ninguna excusa nos debería servir- a la hora de arrugarnos ante la manifestación de lo que pensamos.

Viene todo esto a cuento de lo ocurrido con un joven en Tenerife, su condena y lapidación moral inmediata con la participación y el aliento de los medios de comunicación y el inexplicable error de unos sanitarios en doble sentido. En primer lugar el diagnóstico y en segundo la publicidad.

El derecho a la presunción de inocencia –ese derecho que a algunos entre los que me incluyo nos han quitado, con el que se han limpiado el culo jueces, medios de comunicación organizaciones de todo tipo y mentes ciudadanas tan sucias como chillonas- ha brillado una vez más por su ausencia, y digo una vez más, porque la falta de ese derecho forma parte diaria de un sinfín de procesos judiciales en nuestro país. A Diego, el supuesto maltratador y asesino –que ignoro si es un santo o un canalla- lo han hundido, lo hemos hundido. Es –esto lo he explicado miles de veces, siempre que ha venido al caso- como tirar un cubo de agua en la calle. Una vez tirada, alguien es capaz de volver a meter toda el agua en el cubo. Imposible ¿verdad? Pues igual le pasa al buen nombre de Diego, a su honorabilidad y a su imagen.

Ahora nos tiramos todos –los medios de comunicación y los legisladores los que más- de los pelos y nos rasgamos las vestiduras ante el despropósito cometido. Hacemos funcionar en el propósito de la enmienda un péndulo que a poco que nos despistemos nos llevará al extremo opuesto. Contestamos afirmativamente a todo tipo de encuestas en las que nos inquieren sobre la necesidad de respetar más la presunción de inocencia, sin ser capaces de entender que esa presunción no se puede respetar más o menos, sino que es inherente a los derechos que tenemos como ciudadanos, y su vulneración debería estar seriamente castigada por la justicia.

Espantados por lo hecho con Diego –repito que no sé si es un santo o un canalla- nos disponemos a exigir a los poderes públicos una mayor profundización en la legislación sin caer en la cuenta de que siendo un tema jurídico, no es tanto un problema de legislación como de toma de conciencia por parte de la sociedad. Nos inculcan a través de la educación y los medios de comunicación –me imagino que excepciones habrá como en toda regla- una vida sin valores objetivos, una vida en la que aceptamos como iconos a las Belenes Esteban de turno y en la que somos más importantes y admirados en la medida en que conocemos más o menos intimidades de los casposos al uso.

Se veía venir y ahora con Diego ha llegado. Este es el punto y hora en el que tenemos la obligación de decidir sobre nuestro futuro y el de las generaciones que –a pesar de la horripilante situación en la que nos tiene sumidos Zapatero- vendrán después que nosotros. Si queremos una vida en libertad, alejada de prácticas y planteamientos fascistas, este es el momento de enderezar el rumbo. Sin complejos, sin miedos a las etiquetas que nos querrá colgar el rojerío progre, sin miedo a llamar a las cosas por su nombre aunque la corriente vaya en sentido contrario.

En una sociedad de casposos exhibicionistas, ninguna legislación podrá garantizar la presunción de inocencia de nadie. Todos somos carne de espectáculo.

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